Un análisis de la LOMCE (I): la evaluación final
El pasado viernes el Ministro de Educación elevó al Consejo de Ministros el anteproyecto de Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa. Tras cierta dificultad inicial para localizar el documento presentado ante el Consejo de Ministros – con mis escasa capacidad tecnológica no fui capaz de encontrarlo y hubo de ser el amigo Alberto Arranz, a quien quedo agradecido, quien me lo proporcionó tras mi petición de ayuda en Twitter – invertí la tarde del viernes en leer el documento con atención y elaborar un pequeño informe sobre el mismo comentando algunos puntos de su articulado. A partir de esta reflexión inicial (no exenta de cierta guasa e ironía) iré comentando, en próximas entradas de De estranjis, aspectos parciales del mencionado anteproyecto con la intención de generar debate profesional e intentar, entre todos, que nos dotemos de la mejor ley posible.
Aunque son muchos los aspectos dignos de mención de la LOMCE, creo que es interesante comenzar por la evaluación. Siempre me ha preocupado que en nuestros temarios en las facultades de educación o en los cursos de los centros del profesorado la evaluación quede, en una extraña analogía temporal con la evaluación educativa propiamente dicha, para el final del temario. Sin embargo, me parece que la evaluación es, nos guste o no, el punto central de esta nueva ley, un aspecto fundamental de nuestra actuación educativa (que no debería ocurrir al final del período de aprendizaje sino que debería tener lugar en paralelo al aprendizaje) y uno de los temas centrales en el programa formativo del profesorado.
Comencemos por el principio: ¿por qué es la evaluación el punto central de esta nueva ley? En la ley el legislador muestra una insatisfacción profunda por los resultados del sistema educativo en relación con las pruebas de la OCDE, en relación con las propias pruebas de diagnóstico realizadas por la Administración Educativa y en relación con las tasas de fracaso y abandono escolar. Estos «malos resultados» (sobre los cuales hay mucho que hablar, como ya hemos hecho en algunas entradas anteriores) se entienden como una problema que, en el plano social, no favorece el desarrollo económico de nuestro país y, en el plano personal, impide la realización de la persona.
Para solucionar este problema el legislador propone, fundamentalmente, dos mecanismos, la evaluación constante del sistema y los planes de mejora elaborados por los propios centros. Para el segundo mecanismo se da todo el poder a los equipos directivos (aprobación de proyecto educativo, escolarización e, incluso, selección y movilidad del personal docente) y se vacían de mecanismos democráticos los centros, pero comentaremos esta propuesta en una futura entrada.
Para poner en funcionamiento el primer mecanismo se establece una evaluación en tercero y sexto de Educación Primaria, otra evaluación en tercero de Secundaria y, finalmente, dos evaluaciones que otorgan los títulos de Secundaria y Bachillerato al final de cuarto de ESO y segundo de Bachillerato, respectivamente. Sobre el resultado de estas evaluaciones los equipos directivos (y los centros) tendrán que rendir cuentas, sin que quede muy claro cuál será el premio o el castigo (más allá de la referencia a «medidas honoríficas» en caso positivo) para aquellas direcciones y centros que no alcancen los objetivos planteados.
Los problemas de la evaluación: pros y contras
Desde su propia fundación, la escuela asume el valor de la evaluación. En un principio esta asunción se limita a la evaluación de los estudiantes y de su nivel de aprendizaje, aunque de manera implícita o explícita se evalúa también su actitud, su motivación o su comportamiento, normalmente como factores descontextualizados y sin relación con la práctica educativa (aunque es evidente que existen lazos intensos y profundos entre enseñanza y aprendizaje, actitud, motivación o comportamiento). Más recientemente, además, la evaluación también presta atención a los centros educativos y el profesorado, aunque en menor medida y en muchas ocasiones de manera parcial e indirecta. Resta, por otro lado, que la evaluación se centre en la propia Administración, tanto como agente educativo a través de los diversos programas que propone y gestiona y como «entorno ecológico» en el cual se desarrolla la educación: sería esta, sin duda, una evaluación interesante que nos permitiría, entre otras cosas, saber si un cambio, mejora o reforma es necesario o si su justificación es insuficiente. En fin…
Asumido el valor de la evaluación por el propio sistema educativo y asumiendo como punto de partida que la evaluación puede aportarnos datos acerca de la evolución de las competencias básicas (con toda su controversia e incluso sus opositores), interesa pensar si la evaluación propuesta puede ser un factor de mejora o si necesitamos revisar la propuesta. Para ello, es necesario valorar algunas características propias de la evaluación en el contexto escolar:
1. Las competencias básicas no cambian en períodos cortos de tiempo. Son competencias para la vida y su desarrollo es en períodos largos de tiempo. En este sentido, es importante valorar si son necesarios cinco momentos de evaluación diferentes, algunos muy cercanos entre sí en términos de desarrollo evolutivo de los estudiantes.
2. Desarrollar pruebas válidas y fiables para todas las competencias básicas es un empeño difícil (teórica y prácticamente) y costoso, como bien sabe la OCDE y los distintos servicios de evaluación autonómicos y ministerial. Una evaluación censal es, también, un proceso muy costoso si se quiere realizar según unos criterios aceptables de calidad, validez y fiabilidad. Me pregunto si se han realizado cálculos acerca del coste de las cinco evaluaciones que se proponen (y en los términos que se proponen).
3. El sentido fundamental de la evaluación es la regulación del aprendizaje y, por tanto, no tiene sentido una evaluación finalista que premie o castigue cuando ya no hay oportunidades de mejora. Una evaluación dinámica e integrada con la enseñanza y el aprendizaje es la única garantía real de mejora para todo el alumnado (y sus docentes). Por ello, la mejor evaluación a nuestra disposición para valorar «el grado de madurez académica», la «consecución de los objetivos de la etapa» y, por supuesto, «la viabilidad del tránsito del alumno por la siguiente etapa» [sic] no es una evaluación final y externa sino la evaluación continua realizada por el profesorado en el aula.
3. Toda evaluación es, por razones prácticas, una reducción del currículum y, en el caso de las competencias básicas, una simplificación de las propias competencias. Aspirar a valorar de manera completa las competencias básicas es una aspiración difícilmente alcanzable a través de una prueba escrita (piénsese, por ejemplo, en la importancia de la oralidad en el aprendizaje de una lengua, materna o extranjera, pero en la dificultad de evaluarla en pruebas masivas simultáneas).
4. La evaluación tiende a determinar el currículum del período de enseñanza y aprendizaje que precede a la misma evaluación. En este sentido, si la evaluación es una reducción del currículum, el currículum tiende a acabar simplificado para acomodarse al diseño de la prueba de evaluación (lo cual, por seguir con el ejemplo, implicaría una disminución de la presencia de la oralidad en la materia de lengua extranjera a la vista de la prueba que se realice, como bien sabe todo el profesorado de lenguas extranjeras en Bachillerato, donde la PAU ha relegado la lengua oral en muchos casos hasta la inexistencia).
5. Entre la evaluación y la enseñanza tiene que haber relación para que la evaluación sea justa y, hasta cierto punto, válida y fiable. Si la evaluación no está relacionada con la enseñanza, ésta medirá factores ajenos a la práctica educativa y, por tanto, difícilmente corregibles (como el peso de la familia, sus estudios y su origen socioeconómico en las pruebas de diagnóstico y PISA). Si la enseñanza se asemeja a la evaluación por un mecanismo de reducción, estamos simplificando el aprendizaje y limitando las oportunidades de desarrollo.
De todos estos puntos no se desprende que no se deba realizar una evaluación. Más bien al contrario, el mensaje implícito en estos puntos es que la evaluación debe ser de calidad, transparente desde su diseño hasta su corrección tanto para el profesorado como para el alumnado y sus familias, equilibrada en los tiempos y no redundante (como la evaluación en tercero y cuarto de Secundaria) y destinada a la mejora y no a la obtención de un título. Una evaluación final para la obtención de un título no sólo generará más fracaso y abandono escolar sino que pervertirá la escolarización obligatoria reduciendo el currículum escolar a la preparación para la prueba.
En resumen, el riesgo de aumentar las evaluaciones y de convertirlas en puertas de acceso a un título debe ser valorado; encontrar el equilibrio en el número y relevancia de estas pruebas será un signo de calidad. Por otro lado, el coste de externalizar las pruebas ha de ser cuantificado, especialmente en una época de ajustes económicos tan importantes y dolorosos como la que estamos viviendo.
No necesitamos más evaluación, sino mejor, en el mismo sentido que no necesitamos más días o más horas de enseñanza, sino mejor.
Efectivamente, sigue vigente El hombre unidimensional, de Marcuse: el hombre reducido a la dimensión económica
Los exámenes externos condicionan enormemente la docencia, ya que lo que se pide en ellos es lo que más importa conseguir, desplazando a un segundo plano lo que se considera accesorio. Se implanta así una forma perversa de pedagogía, en la que la evaluación se antepone a la educación.
Se impone de alguna manera una determinada forma de enseñanza, orientada a la superación de un examen, que dificulta o impide otro tipo de docencia; ya que los resultados conseguidos, el porcentaje de aprobados, se utilizan como indicador de la calidad de cada colegio. Es una forma eficaz de normalizar las escuelas, penalizando las posibles desviaciones.
Los defensores de estas pruebas argumentan que con ellas se contribuye a la igualdad de oportunidades y se garantiza la homogeneidad de las enseñanzas recibidas, minimizando las diferencias que pudiera haber entre los distintos centros y profesores. Es decir todos iguales y todos lo mismo, con independencia de que procedan de un colegio público o privado, de un barrio rico o pobre, de una u otra comunidad autónoma y al margen de que hayan tenido los mejores maestros o los docentes más impresentables.
¿Alguien puede creer que una prueba de este tipo va a otorgar las mismas posibilidades a quien ha nacido, crecido y estudiado en un ambiente privilegiado o favorable al estudio que a aquel que ha tenido que desenvolverse en las condiciones más adversas? Lo que se consigue con ella posiblemente sea el efecto contrario: añadir una dificultad más a quien ya las tenía.
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