La mirada de Alba

Aparcamos en la calle Emilia Pardo Bazán. Me pareció muy simbólico: Emilia Pardo Bazán es una figura intelectual fundamental para entender el cambio del siglo XIX al XX en España y, muy especialmente, para comprender la lucha feminista en nuestro país. También es un símbolo de las muchas pensadoras, escritoras y científicas en nuestra historia que han sido olvidadas, o cuyas biografías han sido redactadas de tal forma que sus logros intelectuales quedan por detrás de su vida personal o social, o o detrás de las biografías de sus parejas. Por eso, recordar a doña Emilia cuando me dirigía, precisamente, a un centro tan importante como invisible me hizo pensar que nuestros derechos y nuestro modo de vida no está garantizados sino que son el resultado momentáneo y parcial de una lucha histórica, siempre en marcha, siempre dinámica.

Caminamos una breve distancia hasta el colegio. Aunque era junio, el cielo estaba cubierto y no hacía calor. Era uno de esos días que te hacen pensar que el verano en Asturias, en el norte, es más habitable y más humano que en el sur. Los autobuses acababan de dejar a las niñas y los niños en la puerta de su centro. Comenzaban las clases para las ochenta alumnas y alumnos del San Cristobal.

Rubén, el director del centro, nos recibió en la puerta del colegio. Rubén es una persona discreta y afable, aparentemente poco habladora, pero tiene decisión y mucha fuerza en la mirada. Pertenece a una categoría de líderes que no necesitan grandes discursos ni gestos ampulosos para ir cambiando poco a poco la fisonomía de un centro siguiendo un plan interior bien trazado. Como Rubén, muchas directoras y directores son transformadores desde una actitud servicial y la entrega absoluta y diaria a su centro. Son, en algún sentido, personas de acción, pragmáticos de tanto cargar con la responsabilidad de colegios cada vez más complejos, con el peso de los problemas y con la escasez de las soluciones institucionales.

Rubén comenzó a contarnos cuántas líneas tiene el centro, cuántos niveles, cómo se organizan, cuántos docentes tienen y toda esa información que define a un centro al mismo tiempo que lo hace igual, en cierto modo, a todos los demás: niñas y niños, docentes, clases, recursos, datos, resultados.

Mientras Rubén nos contaba los detalles de la evolución del centro y sus características fundamentales, no pude evitar que mi atención volara hacia un buen número de objetos extraordinarios que nos recibían también en la entrada del colegio. Tres senderos de pisadas de colores se abrían desde la puerta hacia los pasillos del centro; una pequeña exposición de materiales recordaba el hermanamiento del colegio con un centro en los campamentos saharauis; las inevitables camisetas verdes nos advertían que la educación no es recortable; dos papeleras de reciclaje con materiales para que no haya duda de qué echar en cada una de ellas; los certificados del Premio a la Acción Magistral 2014 por el proyecto «Vivir conviviendo» y del Premio Nacional de Educación para el Desarrollo «Vicente Ferrer»; y carteles, muchos carteles, con información útil para los niños y niñas del centro: los horarios, el comedor, algunas rutinas importantes, el personal del centro, los proyectos que están activos en este momento, etc.

A la derecha de la entrada habían montado una pequeña exposición de uno de los proyectos que han realizado este curso, dedicado a la cultura japonesa. Un hermoso kamishibai con las iniciales del centro, SC, grabadas en la madera mostraba una de las «presentaciones» que los niños y niñas del cole han hecho dentro del Proyecto PAMUA, en colaboración con el colegio Poeta Juan Ochoa. Reconozco que tengo pasión por estos pequeños teatros japoneses de papel y Rubén aprovechó mi curiosidad para contarnos no solo la historia del kamishibai del San Cristobal y el uso que han hecho de él, sino también otros retos que han afrontado recientemente como el proyecto de los dinosaurios o la intensa actividad de la cooperativa de los más mayores en torno a los talleres de madera, de cocina o el huerto.

 

Rubén nos contó entonces las cinco grandes líneas que agrupan las actuaciones y los proyectos del centro: salud, actividades deportivas, actividades complementarias, actividades culturales (y biblioteca) y comunicación (y TIC). En torno a estos ejes se están organizando las muchas actividades que el centro realiza, canalizando así, de alguna forma, el caudal de trabajos que se venían desarrollando para hacerlos más integrales y sostenibles.

Mientras hablábamos veíamos el trasiego de docentes y alumnos por el pasillo. No sé cuántas veces vi pasar a un par de maestros jóvenes con diferentes niños camino del gimnasio o los talleres. Vimos pasar a Sandra, a Tatiana y a muchas otras maestras acompañando a sus clases a una u otra actividad: frente a otros modelos de centro más estáticos, el San Cristobal es puro dinamismo y actividad. En todo caso sí nos llamó la atención la sonrisa que lucían los docentes, los niños y todos aquellos con quienes nos cruzábamos. Si la sonrisa es un buen estándar de evaluación, yo diría que la comunidad del San Cristobal es razonablemente feliz.

Rubén nos invitó a pasar a las clases. En la mayoría de ellas había dos adultos trabajando con los niños y niñas, que miraban curiosos a los visitantes. Entraban y salían, trabajaban en su aula, respondían a las invitaciones de sus maestras pero no dejaban de mirarnos como si unos alienígenas hubieran entrado en su pequeño paraíso.

Entramos en el aula de la maestra Gracia. Entonces nos dimos cuenta de que desde esa clase irradiaban un sinfín de dibujos que llenaban las paredes del centro de color. Pensé lo importante que es detectar los talentos en un grupo de trabajo y, después, saber darle salida a ese talento para que todo el centro se enriquezca con su destreza especial, como la maestra Gracia embellece su entorno gracias a su capacidad para la pintura. Antes de salir de su aula Gracia nos dijo que no nos lo pensáramos y que pidiéramos el San Cristobal como destino, que «aquí se trabaja muy a gusto».

Visto desde fuera, el edificio parece, por algún extraño juego óptico, más pequeño de lo que es en realidad. Una vez dentro las habitaciones parecen multiplicarse para crear espacios multisensoriales, la biblioteca, una cocina, los talleres y, fuera del edificio, una gran extensión de terreno donde se encuentra la pista de educación vial, los patios de juego, con sus areneros y sus montañas de ruedas de colores, y, al fondo, un invernadero que lucía unas fresas muy apetecibles. El centro parecía desplegarse ante nosotros como un libro con pop-ups para ofrecer más y más oportunidades de aprendizaje y desarrollo personal a sus alumnas y alumnos.

De nuevo en el pasillo central, entramos en dos clases. En una de ellas, un par de chicos ensayaban cómo contar chistes para la fiesta de fin de curso. Uno de ellos hacía la introducción con una pregunta y el segundo respondía con la gracia, para deleite de todos los que asistíamos como público. Silenciosa, tras el público, la maestra les marcaba la pauta y establecía con ellos contacto visual para darles confianza.

En la última clase había un grupo de niñas y niños trabajando con sus maestras y una estudiante de Magisterio en prácticas. La mayoría de los chicos apenas se movieron al entrar nosotros. Sin embargo, una niña giró su cabeza. Sus ojos eran de un profundo color azul. Extendió su mano hacia mí, llamándome. Le di la mano. Mantuvo la mirada durante unos segundos y después volvió a la actividad que hacía con sus maestras. Pregunté a la maestra su nombre: «Se llama Alba.»

Cuando salimos del aula Rubén nos contó las necesidades del centro. Con mucha calma nos explicó que la principal urgencia es tener a alguien con perfil laboral de salud y a alguien de fisioterapia a tiempo completo pues ahora mismo no lo tienen. Nos dijo que es difícil gestionar el centro cuando la movilidad del profesorado supera al cincuenta por ciento de la plantilla en cada rotación; en esa línea argumentó que sería bueno que el profesorado de este tipo de centros permaneciera durante algunos años en el colegio para poder desarrollarse profesionalmente, pero que también sería importante contar con un «tiempo de refresco» fuera del centro «para no perder la perspectiva» y conocer otras posibilidades de trabajo. Nos contó el esfuerzo que está suponiendo incorporar el paradigma del aprendizaje basado en proyectos en un centro como el suyo pero la satisfacción que está suponiendo conseguirlo y observar los logros, y que les ratifica en su decisión de trabajar por proyectos. Nos habló de autonomía, de multiplicar las alternativas de aprendizaje, de trabajo y de ocio: nos explicó que el objetivo no es aumentar la segregación sino generar cada vez actividades más integradas.

En uno de los carteles del centro se puede leer:

«Integración no es dejar pasar, es dar la bienvenida».

Pensé entonces que en los colegios que entendemos, falsamente, como ordinarios necesitamos aun mucha información para que todos sepamos qué es el TEA o el Síndrome de Rett, entre muchas otras cuestiones. Necesitamos mucha formación y mucha decisión para hacer que inclusión e integración no sean dos palabras vacías sino un auténtico compromiso con una sociedad mejor. Necesitamos mucha concienciación para exigir con contundencia a las Administraciones que cumplan su papel con mejoras concretas para la vida de estos niños y niñas, y para sus familias y sus centros. Necesitamos mucha implicación para comprender que centros como el CPEE San Cristobal no son los márgenes del sistema, sino su auténtico corazón.

Cuando ya nos despedíamos, Alba y su clase pasaron justo por donde nosotros estábamos. Alba se giró y me sonrió con su hermosa mirada azul. Parecía querer decirme que comprendía nuestra estupidez, nuestros prejuicios, mi ignorancia. Parecía querer decirnos que ella no era una discapacidad pero que sí perdonaba nuestra incapacidad para entenderla. Parecía querer decirme que nuestra obligación es no olvidarla nunca y hacer todo lo que esté en nuestra mano por ayudarla.

La mirada de Alba es la auténtica medida de la calidad de nuestro sistema educativo. Su felicidad es una buena medida de la calidad de nuestra sociedad y nuestra forma de vida.


Gracias a Rubén y a toda la comunidad del CPEE San Cristobal por recibirnos y enseñarnos su mundo y su trabajo.

Gracias al CPR de Avilés y a toda la red de formación por permitirme aprender tanto y por hacerme sentir en casa cada vez que voy a Asturias.

Gracias a la Consejería de Educación del Principado de Asturias por darme la oportunidad de acompañar al CP Parque Infantil, al CRA Pintor Álvaro Delgado, al CEIP Río Piles, al CP Belmonte de Miranda, al CP El Parque, al CP Bernardo Gurdiel, al CP Virgen de Alba, al CEIP Santa Eulalia, al CRA Ría del EO, al CPEE San Cristobal y al CRA Lena en su camino por una educación pública de calidad para todos.

5 Comments

  • Amaia López dice:

    Precioso artículo, y me trae tan buenos recuerdos!!!!
    Esa es la clave, acercarnos, conocernos, entendernos, compartir, aprender y disfrutar con ellos. A mí me han dado mis mejores años profesionales.
    Una realidad que todo profesor/a debería conocer y vivir.
    Gracias por compartirlo, como siempre, un placer leerte.

    • ftsaez dice:

      ¡Gracias, Amaia!
      Estoy contigo: es una realidad que todo docente debería conocer y vivir. No solo seríamos mejores profesionales; seríamos mejores personas sobre todo.

  • Marga dice:

    Simplemente magnífico, Fernando. Reviviendo una a una todas esas miradas que, como la de Alba, gritan verdades como puños. Sublime tu sensibilidad y manera de relatar la visita. Usando una de tus palabras favoritas MEMORABLE. ¡Gracias!

    • ftsaez dice:

      Gracias, Marga! Fue realmente una visita memorable, y de la que creo que podemos aprender mucho.
      Y gracias a ti, a Miriam, y al CPR de Avilés por permitirme realizar esta visita tan interesante.

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