Sobre lo simbólico en política y educación

El antropólogo americano Clifford Geertz define la cultura en su libro más importante, La interpretación de las culturas, como “un esquema histo?ricamente transmitido de significaciones representadas en si?mbolos, un sistema de concepciones heredadas y expresadas en formas simbo?licas por medios con los cuales los hombres comunican, perpetu?an y desarrollan su conocimiento y sus actitudes frente a la vida” (pg. 88).

A través de los símbolos somos capaces de dar sentido al mundo y actuar en él. Es más, para comprender la dinámica social es importante entender que no es el emisor quien da sentido al símbolo, sino el receptor a partir de algunas claves referenciales del propio símbolo y su propia experiencia. Evidentemente, el acto de dar sentido a los símbolos ocurre en una compleja matriz cultural  en la cual los intereses y las dependencias del individuo respecto a ciertas tramas sociales (empleo, salud, educación, etc.) hace que haya un amplio consenso interpretativo vinculado con los símbolos del Poder.

Sin embargo, aunque es el Poder quien difunde e intenta asentar sus símbolos (ya Bourdie nos advirtió de este proceso y sus consecuencias en educación y otros ámbitos como el “buen gusto”), en mi opinión la realidad social es más compleja de lo que esta visión determinista deja ver: hay cotidianamente múltiples oposiciones, objeciones de conciencia, ejercicios de heroísmo discreto y de resistencia íntima a la violencia simbólica que el Poder ejerce sobre los no-poderosos. Creo firmemente que hay espacio para la oposición al poder, como veremos más adelante.

Sin embargo, este “preámbulo” teórico es la base para una visión crítica de la Política y la Educación en este comienzo de siglo. En mi opinión, la Política ha perdido el control de lo simbólico y la contradicción entre los símbolos y el discurso ha hecho que la Política como campo de actuación entre en crisis. La Educación, por el contrario, resiste mejor la contradicción porque se percibe una menor discrepancia entre los símbolos y el discurso.

Pongamos algunos ejemplos.

Recientemente escuché a una importante representante de política educativa en una entrevista televisada. En primer lugar, reclamaba un consenso universal sobre la importancia de la educación y sobre la necesidad de apoyos humanos y económicos para la actividad educativa. Por otro lado, se quejaba de que el juego entre las distintas administraciones provocaba la no contratación de un número elevado de interinos, entre otros males. Al mismo tiempo proclamaba la necesidad de mejorar los resultados educativos principalmente en relación con las pruebas de la OCDE recogidas en PISA. Por último, cuando le preguntaban por su propio salario, afirmaba que no cobra más que un juez o un catedrático de universidad.

Sin embargo, hay una quiebra en tres planos simbólicos en todo este discurso. En primer lugar, el símbolo del representante político investido de honor popular ha quebrado ahogado por los múltiples casos de mala gestión y corrupción; evidentemente, no todos los políticos son iguales, como tampoco lo son todos los partidos, pero no podemos olvidar que estamos en el terreno de lo simbólico: aquí una manzana podrida sí pudre todo el manzanar y la ciudadanía percibe con mayor claridad el valor simbólico de un representante político corrupto que los esfuerzos del resto de los políticos por mantener el honor de su actividad.

En segundo lugar, la política no ha cuidado el plano simbólico en relación con el lema de la “austeridad”. Los gestos simbólicos han sido escasos y en ocasiones exigidos por la presión de los medios de comunicación. La falta de transparencia, cuando no la opacidad, desvirtúa el valor del discurso de la honestidad y refuerza los símbolos que hablan de mantenimiento de privilegios o incluso de derroche. En este sentido, comparar el salario propio con el salario de un juez o un catedrático de universidad no oculta, a los ojos de la ciudadanía, que para formar parte de la judicatura o de una cátedra universitaria se han superado unas exigentes oposiciones y una larga carrera profesional mientras que en el caso de muchos representantes políticos el mayor mérito alegado son los años de pertenencia a un partido político y la dedicación a una serie continua de cargos de representación o gestión. En el plano simbólico la judicatura, la cátedra y la política son incomparables en términos de méritos y, por la lógica simbólica, también en remuneración u otros privilegios.

Y con esto entramos en el tercer plano simbólico: la política no ha cuidado el plano simbólico de los méritos para el cargo ostentado. Mantener el discurso de la calidad y el esfuerzo, aspirar a endurecer las evaluaciones y exigir méritos y profesionalidad en todos los ámbitos parece bastante lógico a cualquier ciudadano pero, sin embargo, hacer un análisis de quiénes nos representan en Ministerios, Consejerías, Direcciones Generales y demás escalafones de la Política no siempre reconforta pues se encuentran demasiados casos de desubicación: personas que con una formación o una experiencia determinada dirigen unidades para las cuales no tienen la formación o la experiencia adecuadas. No es sostenible el discurso de que no importa que el político no entienda del aspecto de la realidad que deba gestionar si tiene debajo buenos técnicos: ese discurso no encaja, simple y llanamente, con el discurso de la calidad que nadie parece cuestionar.

Por el contrario, en Educación abundan los ejemplos positivos en los tres planos anteriormente comentados. Cuando el pasado curso nuestro compañero Ángel Sáez optó por defender con su protesta los intereses de su alumnado, estaba también defendiendo el honor de todos nosotros y nosotras. Cuando nuestra compañera Carmen Cañabate entra en su aula de Educación Primaria y la ve desnuda y humillantemente vacía de recursos, su imaginación para hacer de la austeridad un mérito nos da alas a todos los maestros y maestras en nuestras propias aulas. Cuando los miles de interinos que en septiembre no fueron contratados volvieron a abrir los libros y los apuntes para estudiar y presentarse, cuando sea posible, a las Oposiciones, en realidad estaban demostrando la profesionalidad de todos los educadores y educadoras.

Obviamente, en Educación se encuentran también casos deshonrosos, ejemplos de derroche y falta de profesionalidad pero en general la ciudadanía percibe un nivel razonable de coherencia entre los símbolos y el discurso; no es ese el caso en la Política. La coherencia entre los símbolos y el discurso representa un gran problema para la Política y una gran fuerza para la Educación. El problema de la Política lo pagaremos entre todos, igual que reforzar el valor de la Educación (y mantenernos alerta ante las incoherencias) es también responsabilidad de todos.

Tenemos ahora todo un nuevo año para trabajar en ello.

Imagen: Expand your mind, de Cyril Ranal!

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